Para nadie es desconocido que “inflación” es sinónimo de desvalorización, término que generalmente preludia problemas económicos y sociales. Sin embargo, la definición técnica de inflación, como “el aumento sostenido y generalizado del nivel de precios de bienes y servicios, medido frente al poder adquisitivo del dinero”, podrá ayudarnos a entender mejor este fenómeno cíclico que afecta a todas las economías.
La teoría económica reconoce varios tipos de procesos que producen inflación, pudiendo centrar la atención en los siguientes: 1) Inflación de demanda: cuando la demanda general se incrementa por un aumento del número o del ingreso de consumidores. 2) Inflación de costos: implica la contracción de la oferta por diversas causas inherentes a la disponibilidad y costo de los factores productivos. 3) Inflación autoconstruida: ligada al hecho de que los gobernantes prevén aumentos de precios y ajustan su conducta actual a esa previsión. 4) Inflación por shocks externos: se refiere a la incidencia que puede ocasionar el deterioro de la economía internacional en la inflación de un país.
Ahora observaremos qué pasó en nuestra economía. Oficialmente se cerró la gestión 2015 con una tasa de inflación del 2.95%, una de las más bajas del último quinquenio ya que en 2014 alcanzó al 5.19 %, en 2013 fue de 6.46%, en 2012 de 4.54% y en 2011 se registró el mayor índice con un 6.9%, lo que da una tasa promedio de este periodo del 5.77%, es decir, casi el doble de la inflación actual.
Entonces, ¿estaríamos mucho mejor que antes en lo que a inflación se refiere? Considero que no, porque de principio los primeros sorprendidos con esta “buena noticia” fueron las propias autoridades responsables de la planificación y el manejo económico. Ellas pronosticaron a principios del año pasado una inflación del 5% y, si fuera confiable la tendencia a esta baja, no sería razonable que el Ministerio de Economía en el presupuesto nacional haya calculado para 2016 una inflación del 5.3%, mayor en 80 por ciento a la actual (quedando frente a la tercera causa).
Pero quizá lo más contundente radique en lo cotidiano. Si hacemos una simple comparación entre los precios de tradicionales productos y servicios de uso masivo vigentes al 2015 versus los correspondientes al pasado año (alimentos, salud y comunicaciones), podremos constatar que las variaciones fueron de lejos superiores al 3% calculado por el INE.
La explicación es simple: “depende del cristal con que se vea”. La base de cálculo del Índice de Precios al Consumidor (IPC), que constituye el mecanismo de medición de los precios, variará en función al tipo de bienes y servicios supuestos que deben componer la llamada “canasta familiar”.
Si se incluyesen las tarifas del uso de celulares, con seguridad que en vez de inflación se tendrá una deflación (disminución del precio en alrededor del 15%). Al contrario, si se incorporara el precio del cemento la inflación sería nula (precio inalterable). Y para el caso de los servicios de salud, la inflación pasaría a ser considerable (mayor al 55%).
De esta burda manera, cada instancia podrá quizá no precisamente controlar la inflación, sino más bien manipular los componentes de la canasta familiar, que al final influirán en el IPC.
Por último, en la medida en que los ingresos a través del ajuste de los sueldos y salarios se incrementen en forma considerable, automáticamente se podría estar ocasionando un aceleramiento de la inflación, por el aumento del ingreso de los consumidores (causa 1) y/o por el incremento del costo de la mano de obra (causa 2), sin menospreciar la probable incidencia de la economía mundial (causa 4).
No hay comentarios:
Publicar un comentario